6 de enero de 2009

Fútbol argentino: negocios, política e impunidad, por Ezequiel Fernández Moores


Terra Magazine, 21 de marzo de 2008.

La tarde del domingo 16 de marzo pasado, cientos de fanáticos de Boca Juniors combatieron a golpes y disparos de bala a metros del mítico estadio de La Bombonera para dirimir la sucesión de Rafael Di Zeo, líder hoy preso de "La 12", como se apoda a la "barra brava" del equipo más popular del fútbol argentino.

Lo hicieron a la luz del día y apenas 24 horas después del asesinato del hincha de 21 años del club Vélez Sarsfield Emanuel Alvarez, baleado en el pecho cuando viajaba en autobús al estadio, el muerto número 223 del fútbol argentino; hubo 12 muertes hasta 1958, los 211 restantes en el último medio siglo, a razón de cuatro por año.

En los últimos días murieron hinchas en Brasil y en Honduras, en Colombia se produjo un gran escándalo y en España, una de las Ligas más millonarias del mundo, un partido debió ser suspendido porque un fanático golpeó al arquero visitante con una botella de plástico en la cabeza.

La violencia en los estadios no es patrimonio del fútbol argentino, es cierto. Pero en las canchas de ese país se refleja como en pocas la cultura del far west que se adueñó del fútbol, mezcla de pasión, marginación e impunidad. Pero también de negocio: porque los fanáticos que se arrogan como nadie el amor por la divisa y que dicen ser la última trinchera de un fútbol vendido al mejor postor, pelean también ellos por su pequeña tajada. Para no quedarse afuera del botín.

Al día siguiente de la batalla interna en la Boca, que registró un herido y casi doscientos detenidos, todos liberados unas horas después, el presidente del club, Pedro Pompilio, reclamó apoyo del Estado, como lo había hecho poco antes su par de San Lorenzo, Andrés Savino, quien reclamó mayor seguridad al gobierno nacional.

Mauricio Macri, predecesor de Pompilio, hoy jefe de Gobierno de Buenos Aires gracias a los éxitos que logró con Boca, y cuyo eje de campaña política fue justamente la inseguridad, ofreció ese mismo día lunes una conferencia de prensa para anunciar la creación de una nueva policía autónoma en la principal ciudad de la Argentina.

Mientras Macri anunciaba que pondría 15.000 nuevos policías en las calles y Pompilio reclamaba apoyo estatal, la agencia oficial de noticias Télam contaba que ambos dirigentes habían sido advertidos ya en 2006 por los socios del club sobre una pelea interna de barrabravas, a balazos, dentro de las instalaciones de la institución, donde el grupo que comandaba Di Zeo jugaba su habitual partido semanal de fútbol-sala.

Eran tiempos en los que Di Zeo parecía el patrón de La Bombonera, diciéndole él mismo a la policía qué hinchas podían ingresar o no al estadio, subido a los caños de la tribuna con turistas que pagaban por la "aventura" y con fanáticos extranjeros que recibían cursos acelerados de barra brava, mientras por su celular daba órdenes a sus secuaces y hasta hablaba con sus jugadores amigos.

Di Zeo, según coinciden distintos informes, podría quedar libre en abril y todos aseguran que se sumará a la batalla porque buscará recuperar un trono que abre la puerta a jugosos negocios: reventa de boletos, estacionamiento en el estadio, cobro de "peaje" a los turistas que van a la Bombonera, dineros de los jugadores, giras con ellos por el interior del país y, menos visible, zonas libres acordadas con sectores policiales para la venta de droga.

Las barras bravas argentinas han vendido sus servicios como fuerza de choque en disputas políticas y sindicales. Así lo han comprobado los pocos dirigentes de clubes que alguna vez se negaron a la extorsión y descubrieron que los barras tenían conexiones poderosas, que exceden al mundo del fútbol. El propio Di Zeo, por ejemplo, se jactó una vez ante un periodista de tener el número de teléfono de un poderoso ministro. Pero no el teléfono que tenía el periodista, sino el que el ministro atiende en persona y reserva sólo para casos de extrema importancia. La esposa de Di Zeo es funcionaria de peso del ex fiscal Carlos Stornelli, secretario de Seguridad del gobierno de la Provincia de Buenos Aires, donde se registran los mayores índices de violencia de la Argentina.

Así como se reflejó en Boca con la pelea del 16 de marzo, el drama de la violencia en el fútbol argentino es que el Frankestein creado por los dirigentes de los clubes hoy es ingobernable y todos quieren ser Di Zeo: los hinchas del club Gimnasia y Esgrima de Jujuy, a 1.800 kilómetros al noroeste de Buenos Aires, que el jueves 13 de marzo amenazaron a sus jugadores a punta de pistola, los que el sábado 15 de marzo mataron al hincha de Vélez, los de Boca que combatieron la tarde del domingo 16 en la Bombonera y los de Mendoza, 1.000 km. al oeste de Buenos Aires, que ese mismo domingo por la noche lucharon a balazos e hirieron en el rostro a una niña de 13 años.

Son hechos ocurridos en apenas 72 horas, pero que se repiten cíclicamente con apenas meses de diferencia. Sólo cambia el color de camiseta y de estadio, porque los fanáticos que un tiempo atrás amenazaron a sus jugadores a punta de pistola no fueron los de Gimnasia y Esgrima de Jujuy sino los de Gimnasia y Esgrima La Plata, los que mataron a un hincha de Tigre fueron los de Nueva Chicago, los que dirimieron internas a balazos dentro del club fueron los de River Plate y los que hirieron a una niña de un balazo fueron los de Newell's Old Boys.

La Asociación de Fútbol Argentino (AFA), duramente cuestionada por años de tolerancia y complicidad con los violentos, apoyó leyes más duras, implantó molinetes en los estadios, practicó el derecho de admisión, impuso tarjetas magnéticas, costosos operativos de seguridad, cámaras de TV, quita de puntos, prohibición de banderas y hasta de hinchadas rivales. Nada cambió. El desgaste incluyó también hasta la figura del ex árbitro Javier Castrilli, que parecía sinónimo de combate duro como funcionario del Estado contra los violentos, pero hoy está en el centro de las críticas, con 17 muertes en sus cuatro años de gestión, como apuntó el especialista Pablo Alabarces, su ex colaborador.

Una sentencia de comienzos de 2007 de la Corte Suprema, máxima instancia judicial en el país, consideró a la AFA responsable de la seguridad de los aficionados tanto dentro como fuera de las canchas. La AFA puso el grito en el cielo y anuncia para este año un sistema de empadronamiento, que obligará a los hinchas a suministrar foto, nombre, documento y huellas dactilares para adquirir su boleto por teléfono y saber por qué puerta deberá ingresar y dónde deberá sentarse, algo que suena utópico en medio del far west. Será un sistema que encarecerá los boletos y amenaza con alejar aún más a los hinchas de los estadios.

El propio Alabarces, igual que muchos hinchas pacíficos, cada vez más indignados porque el fútbol argentino vendió todos sus partidos a la TV y descuidó la seguridad de sus estadios obsoletos, afirmó en un artículo reciente que un principio de solución sería la intervención de la AFA, que comanda desde hace casi treinta años Julio Grondona. "Don Julio", como se lo apoda, más por temor mafioso que por respeto, siguió los episodios desde la sede suiza de la FIFA, donde ocupa el cargo de vicepresidente senior. El gobierno sabe que echar a Grondona es inviable. La FIFA jamás permitirá un desplazamiento político de uno de sus dirigentes más poderosos de los últimos tiempos.

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